Por Elías Wessin
La oposición del presidente Donald Trump a la adquisición de Warner Bros por parte de Netflix ha desatado un debate global. Pero más allá de las cifras corporativas y el ruido mediático, lo que realmente está en juego es algo mucho más profundo: la concentración del poder cultural en manos de un solo gigante global.
Netflix no es simplemente una plataforma de entretenimiento; es hoy uno de los principales impulsores de la narrativa progresista conocida como “woke”. Su intento de absorber a Warner Bros no responde únicamente a una estrategia de expansión comercial, sino a la construcción de un dominio casi absoluto sobre la producción audiovisual, las historias que consumen millones y el marco ideológico que acompaña esas narrativas.
Frente a este riesgo, Trump decidió frenar el proceso. Y lo hizo no en contra del libre mercado, sino precisamente en defensa de su esencia: la libre competencia. Una concentración de esta magnitud convertiría a Netflix en un actor con la capacidad de moldear valores a escala planetaria, reduciendo al mínimo la existencia de visiones alternativas.
Lejos de ser una intervención estatal excesiva, evitar la creación de un monopolio privado que amenaza la diversidad cultural y económica coincide con la tradición ordoliberal de la Escuela de Friburgo, que sostiene que el Estado debe impedir que cualquier empresa adquiera un poder desproporcionado que destruya la competencia.
Lo que se defiende aquí no es solo la transparencia de una transacción, sino el equilibrio del ecosistema cultural.
Porque cuando un solo grupo controla la narrativa, la libertad empieza a desmoronarse silenciosamente.
Para quienes creemos en el Orden y la Libertad, este episodio es un recordatorio de que el verdadero libre mercado necesita reglas claras y límites firmes al poder de los monopolios.
De eso se trata: de impedir que la ideología se vuelva hegemónica por la vía corporativa.
